Uno se imagina que la experiencia que proporciona el paso de
los años le llevará, en la madurez, a poseer
un conjunto de verdades inamovibles sobre la vida. Que la lectura y el estudio
le elevarán a un cierto estadio superior de sabiduría. Y que esa situación le ayudará a que durante la mayor edad, la vida discurra plácidamente por el camino de la templanza
y la autosuficiencia.
Pero nada más lejos
de la realidad.
La experiencia
que da el paso de los años, más allá de ciertas enseñanzas zafias sobre la
imposibilidad de que los políticos sean honrados o de que los banqueros te den
un consejo financiero desinteresado, no proporciona una guía detallada de
comportamiento.
Los libros te
ilustrarán sobre las leyes de la física o la historia de la reiterada necedad
del género humano, pero todo el saber universal no te servirá para que la
cadera te duela menos o para evitar que tus hijos cometan la mayoría de los
errores que tú cometiste.
Por mucho que busques, no hay un manual de instrucciones de cómo
vivir, solamente pequeñas pistas, algunos consejos que parecen atisbar por dónde van las cosas. Y no valen los mismos
para todos; cada uno tiene que encontrar los que le sirven.
Observa, escucha a
la gente que merece la pena y grábate en la mente o apunta en un cuaderno las
ideas que te pueden servir de ayuda. Filósofos, carniceros, agrimensores, monjes budistas, vendedores de periódicos, taxistas, borrachos de barra de bar, abueletes
palizas, chamarileros, todos tienen algo que enseñarte y ninguno te enseñará
todo.
Por si te sirve de
algo, te regalo una de las máximas que me confió mi madre y que para mi
desgracia he desatendido en numerosas
ocasiones. No la dejes caer en saco roto: “Hijo, vigila lo que comes, porque todo
engorda”

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