Parece que fue
ayer. Eran los tiempos del Superdépor. A Coruña, una ciudad pequeña, perdida en el Finisterrae, soñaba con su equipo y hasta los padres como
yo, de escasa afición balompédica, nos echábamos una bufanda blanquiazul al
cuello y nos íbamos al estadio de Riazor con nuestros hijos pequeños. Noches de fútbol europeo. Apenas me acuerdo de ningún partido. Las imágenes que retengo en la memoria son las de las
caras de mis dos hijos, sus miradas expectantes, su alegría cuando el Dépor
marcaba. Y algunas preguntas comprometidas que, en mi ignorancia, a veces no
sabía contestar. ¿Papá, quien es el
número 8?. Y yo que apenas conocía a Donato, Mauro Silva, Fran.
Luego fueron
pasando los años, las ligas, la ESO, el BUP, y los hijos se fueron a la
Universidad, a estudiar a Madrid, a jugar en otras ligas. Yo me fui olvidando
del fútbol. Ellos en cambio se fueron haciendo cada vez más aficionados.
Posiblemente la distancia multiplica la nostalgia. Y la morriña de su Dépor les
acompañó todos estos años.
El Sábado, diez
años y pico después, el Dépor, ya sin el prefijo de Súper, se jugaba la
permanencia en primera división ante la Real Sociedad. Mi hijo Gonzalo, que tiene abono en Riazor, se vino desde Madrid sólo por ver el partido. Su
compañero de asiento estaba fuera de A Coruña y me invitó a acompañarle. Vamos,
que me llevó al fútbol. Hacía años que no pisaba el campo de Riazor. Empezó el
partido y la cosa no iba bien para el Deportivo. Yo le preguntaba quien era tal
jugador o tal otro, qué decía la letra de la canción que entonaban los
aficionados. Y él me iba explicando, con paciencia. Pasaban los
minutos y el Depor no marcaba. Gonzalo agachaba la cabeza, se mordía
las uñas.
Al final, el
Dépor perdió y bajará a segunda división.
Final triste para los deportivistas. Vuelta a casa cabizbajos. Le
echo un brazo por los hombros. No pasa nada, Gonzalo, vendrán tiempos
mejores.
Seguro.

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